martes, 18 de enero de 2011

Para el hombre de la casa de hierro

Nunca se supo si su deseo de romper en llanto era por la copa de vino que no bebió en su juventud con aquellos que presumían ser amigos, pero que nunca le dieron el consejo que hubiera salvado su vida; por el dolor de perder su libertad o por haber tomado una decisión que no tenía regreso.

No fue el deseo de saciar con sangre el error de la que le juró amor eterno, aquello que lo hizo actuar por impulso, sino la impotencia de ver que el fruto del dicho amor de ambos se veía ahora comprado con un par de regalos.

Quizás nunca podría aceptar ni describir por qué tomó decisiones de esta magnitud, pero ahora, en su celda impregnada de desilusiones, engaños y tristezas, se sentaba a contemplar su vida, mientras imaginaba al lado de la foto de sus padres y su hija, qué hubiera pasado si el tiempo se retrocediera lo suficiente para haber sido el padre cascarrabias, el hijo gruñón que pedía un beso a su madre y la bendición a aquel que sí tuvo la libertad de ser su progenitor.